"La Academia" is a personal secret place in Madrid.
No es un secreto que los últimos
Austrias no fueron los «mejores» políticos y estrategas territoriales, pero lo
que no podemos negarles es la herencia patrimonial que nos legaron, no
conscientemente claro, y que jamás seremos capaces de agradecerles como se
merece. Parte de ese legado lo podemos encontrar en la Real Academia deBellas Artes de San Fernando, una institución promovida por el primer
Borbón de la dinastía Española, Felipe V, y formalmente constituida por su hijo
Fernando VI en 1752.
La Real Academia, desde su
primera ubicación en la Casa de la Panadería en la Plaza Mayo de Madrid, hasta
la sede actual, en el edifico de Barroco diseñado por Villanueva de la Calle
Alcalá (obra de Churriguera), ha sido un espacio para la protección de las
Artes y la formación de aristas hasta bien entrado el sigo XX. A casi todo el
mundo le saltan las «alarmas» y hace memoria de este lugar cuando les recuerdas
que el gran Picasso fue aprendiz en sus instalaciones de joven.
La Academia inauguró su museo en
1986 y cuenta en la actualidad con más de 1.400 pinturas, 600 esculturas y
15.000 dibujos, y la magnífica colección de Artes Decorativas.
Aún recuerdo la primera vez que
entré en sus salas. Yo estaba en el tercer curso de la Licenciatura de
Humanidades. Decidí visitar el museo por consejo del que era nuestro profesor
de Historia del Arte. Tengo que reconocer que mi desconocimiento del museo en
aquel momento era completo. Teniendo el Museo del Prado quién podría imaginar semejante
lugar a pocos metros de la Puerta del Sol.
El recibimiento no era de lo más
agradable. Tras pasar la fachada con frontón un pequeño recinto iluminado con
luz tenue que varía en función de la luz natural que entra por la inmensa
puerta rectangular. Un vigilante a la derecha, que es quien controlaba el
acceso, y a la izquierda la taquilla, que servía a la vez de tienda-librería,
en un espacio de un metro cuadrado, poco más.
Folleto y entrada en la mano
comenzaba el espectáculo. Dos escalinatas enfrentadas pugnaban por los
visitantes, escasísimos en aquellos años, que acudían al museo. Una pugna más
de orgullo que efectiva, puesto que las dos escaleras conducían al mismo sitio,
una amplia estancia, flanqueada por enormes ventanales donde estaba la
verdadera y única entrada al museo.
Estancias convertidas en salas de
exposiciones, pasillos reformados en estancias para albergar esculturas,
punturas y artes decorativas, y recovecos que se transforman en escondites
donde descansan pequeñas delicias artísticas. Todo un laberinto en un palacio
reformado para ser museo. La quietud, la calma, las paredes que juegan con las
texturas de lisos contemporáneos y la decoración original neoclásica era
suficiente para que aquel sitio se convirtiese en un lugar mágico. Me apetecía
correr de un sitio a otro, gritar. Mi corazón latía como jamás lo había hecho.
Las placas de los grabados de Goya, dos cartujos de Zurbarán, un virgen de
Murillo, «La última cena» de Tintoretto, el sublime «Sueño del Caballero»
de Pereda, los Viejos «acosando» a Susana de Rubens, el increíble y eterno «Bodegónde los limones» de Bayeu, o el calor del «Jardín de Sa Coma» de Rusiñol.
Sala tras sala, paso tras paso, una sorpresa más, un orgasmo más. Y todo, en
aquel «pequeño» museo de tres plantas.
Años más tarde he vuelto a
repetir visita. Poco o nada ha cambiado. La entrada es la misma, la caja de
zapatos que sirve de taquilla se mantiene incorruptible con el paso de los
años; incluso los objetos promocionales apenas han variado. Las escaleras
continúan esperándote. La sonrisa y la educación de los vigilantes continua
manteniéndose de forma estricta e ¿inglesa?. Las salas han añadido algún color,
algún cartel explicativo, alguna indicación, de hecho han creado una app, pero la quietud, la calma, los
pocos visitantes, alguno más que en mis tiempos de estudiante, seguían allí,
esperándote. Las sensaciones han sido las mismas, como si el tiempo no hubiera
pasado.
La Academia es uno de los pocos
museos que consigue que me relaje de forma completa, que desaparezca mi faceta
de museólogo e interprete de patrimonio. Que no analice los textos
explicativos, la orientación de los bienes expuestos, la distribución de las
salas, los flujos, etc. Lo único que recorre mi mente y mi cuerpo es: hogar,
relajación, desconexión, placer, éxtasis, emoción, congoja, melancolía, y todo
aquello que se es capaz de sentir cuando encuentras un escondite personal en
una gran ciudad.
Óscar Navajas Corral
PhD. Museología
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