lunes, 7 de septiembre de 2015

Un escondite de sensaciones en Madrid

"La Academia" is a personal secret place in Madrid.


No es un secreto que los últimos Austrias no fueron los «mejores» políticos y estrategas territoriales, pero lo que no podemos negarles es la herencia patrimonial que nos legaron, no conscientemente claro, y que jamás seremos capaces de agradecerles como se merece. Parte de ese legado lo podemos encontrar en la Real Academia deBellas Artes de San Fernando, una institución promovida por el primer Borbón de la dinastía Española, Felipe V, y formalmente constituida por su hijo Fernando VI en 1752.

La Real Academia, desde su primera ubicación en la Casa de la Panadería en la Plaza Mayo de Madrid, hasta la sede actual, en el edifico de Barroco diseñado por Villanueva de la Calle Alcalá (obra de Churriguera), ha sido un espacio para la protección de las Artes y la formación de aristas hasta bien entrado el sigo XX. A casi todo el mundo le saltan las «alarmas» y hace memoria de este lugar cuando les recuerdas que el gran Picasso fue aprendiz en sus instalaciones de joven.

La Academia inauguró su museo en 1986 y cuenta en la actualidad con más de 1.400 pinturas, 600 esculturas y 15.000 dibujos, y la magnífica colección de Artes Decorativas.

Aún recuerdo la primera vez que entré en sus salas. Yo estaba en el tercer curso de la Licenciatura de Humanidades. Decidí visitar el museo por consejo del que era nuestro profesor de Historia del Arte. Tengo que reconocer que mi desconocimiento del museo en aquel momento era completo. Teniendo el Museo del Prado quién podría imaginar semejante lugar a pocos metros de la Puerta del Sol.

El recibimiento no era de lo más agradable. Tras pasar la fachada con frontón un pequeño recinto iluminado con luz tenue que varía en función de la luz natural que entra por la inmensa puerta rectangular. Un vigilante a la derecha, que es quien controlaba el acceso, y a la izquierda la taquilla, que servía a la vez de tienda-librería, en un espacio de un metro cuadrado, poco más.

Folleto y entrada en la mano comenzaba el espectáculo. Dos escalinatas enfrentadas pugnaban por los visitantes, escasísimos en aquellos años, que acudían al museo. Una pugna más de orgullo que efectiva, puesto que las dos escaleras conducían al mismo sitio, una amplia estancia, flanqueada por enormes ventanales donde estaba la verdadera y única entrada al museo.



Estancias convertidas en salas de exposiciones, pasillos reformados en estancias para albergar esculturas, punturas y artes decorativas, y recovecos que se transforman en escondites donde descansan pequeñas delicias artísticas. Todo un laberinto en un palacio reformado para ser museo. La quietud, la calma, las paredes que juegan con las texturas de lisos contemporáneos y la decoración original neoclásica era suficiente para que aquel sitio se convirtiese en un lugar mágico. Me apetecía correr de un sitio a otro, gritar. Mi corazón latía como jamás lo había hecho. Las placas de los grabados de Goya, dos cartujos de Zurbarán, un virgen de Murillo, «La última cena» de Tintoretto, el sublime «Sueño del Caballero» de Pereda, los Viejos «acosando» a Susana de Rubens, el increíble y eterno «Bodegónde los limones» de Bayeu, o el calor del «Jardín de Sa Coma» de Rusiñol. Sala tras sala, paso tras paso, una sorpresa más, un orgasmo más. Y todo, en aquel «pequeño» museo de tres plantas.

Años más tarde he vuelto a repetir visita. Poco o nada ha cambiado. La entrada es la misma, la caja de zapatos que sirve de taquilla se mantiene incorruptible con el paso de los años; incluso los objetos promocionales apenas han variado. Las escaleras continúan esperándote. La sonrisa y la educación de los vigilantes continua manteniéndose de forma estricta e ¿inglesa?. Las salas han añadido algún color, algún cartel explicativo, alguna indicación, de hecho han creado una app, pero la quietud, la calma, los pocos visitantes, alguno más que en mis tiempos de estudiante, seguían allí, esperándote. Las sensaciones han sido las mismas, como si el tiempo no hubiera pasado.


La Academia es uno de los pocos museos que consigue que me relaje de forma completa, que desaparezca mi faceta de museólogo e interprete de patrimonio. Que no analice los textos explicativos, la orientación de los bienes expuestos, la distribución de las salas, los flujos, etc. Lo único que recorre mi mente y mi cuerpo es: hogar, relajación, desconexión, placer, éxtasis, emoción, congoja, melancolía, y todo aquello que se es capaz de sentir cuando encuentras un escondite personal en una gran ciudad.


Óscar Navajas Corral
PhD. Museología

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