lunes, 10 de agosto de 2015

Destruyendo los museos

«(…) a comienzos del siglo XXI el museo no solo sigue en pie sino que despierta más expectativas y debates que nunca» (María Dolores Jiménez-Blanco, 2014).



Really, the man can create something that does not have some humanity? If something is the museum is that they are human.


Los museos. Cajón de sastre del pasado, almacén de utopías –o de complejos– de la sociedad. Museos. En crisis desde que surgieron como entidades de Todos hace poco más de doscientos años. Museos en una continua crisis de identidad. A los que únicamente se han ido poniendo «parches» con los que ir sobreviviendo, pero que en el fondo continúan enredados en una especie de cabellos envenenados de un ser ctónico como Medusa (Castillejo, 1996: 13).

Uno de los parches más recurrentes para enmascarar este bucle negativo, es que Sísifo –o cualquiera, profesional o no, que se encuentre entre sus telarañas– los haga más accesible al público o intente modificar su misión decimonónica: de continente conservador a centro cultural; cuando el debate real no se encuentra en la presentación de su contenido sino en sus orígenes. Aún no lo hemos destronado de su infancia, de la Revolución Francesa, y tampoco lo hemos desligado de su pasado «mitológico», del Mouseion.

Y no se trata de eliminar su ilustre pasado, tanto el más lejano como el presente, sino de no ser un esclavo del mismo. ¿Por qué continuamos acudiendo a las Musas y nos olvidamos de su madre, Mnemosine? ¿Por qué continuamos refugiándonos en el espíritu revolucionario, patrimonializante y democratizante de un suceso puntual, importante y clave sí, pero puntual, y no acudimos a la «libertad» de decidir cómo queremos denominar a aquellos lugares –si es que hubiera que tenerlos– en los que reconocernos por medio de lo que hemos depositado en ellos?.

De las nueve noches que se unieron Zeus y Mnemosine surgieron nueve hijas: Clío, musa de la Historia, la gloriosa; Euterpe, musa de la Música, la deliciosa; Talía, musa de las Comedias, la floreciente; Melpómene, musa de la tragedia, la celebrada en cantos; Terpsícore, musa de la Danza y los coros, la deliciosa danzante; Érato, musa de la Poesía Amorosa, la adorable; Polimnia, musa de la Poesía Lírica y de los cantos, la cantora de himnos; Urania, musa de la Astronomía, la celeste; y Calíope, musa de la Poesía Épica y la Elocuencia, la de la bella voz.

Nueve diosas, para nueve «dones». La creación de un templo para estas deidades da la sensación de que la propia Mnemosine tuvo un acto de responsabilidad creando un lugar para sus dones. Lo que no tenemos claro es si lo creo para que compartieran esos «habilidades» o para que estuvieran sueltas por el mundo. La Musas, en realidad, han limitado el coleccionismo pretérito del ser humano a una valoración medida por la belleza y el gusto, siempre por una minoría y en una época determinada. Solo debemos recordar la palabra de Hesíodo en su Teogonía. Cuando Hesídodo apacentaba los corderos se le aparecieron las Musas y le enseñaron este canto: «Pastores rústicos, aprobiosos seres, sólo estómagos, sabemos decir muchas mentiras semejantes a verdades, pero sabemos, cuando lo deseamos, cantar verdades» (Hesíodo, Teogonía, verso 25). Quien honraba a las Musas, ellas le otorgan la capacidad de las palabras fluidas y rectas sentencias interpretadas de las leyes divinas, hablando de modo firme, resolviendo con rapidez y sabiduría. Esto es una de los factores que hacía que en los cantos los reyes fuesen sensatos y resolvieran con diligencia las disputas de las gentes en el ágora.

Sea como fuere Mnemosine no nos lego el recinto, el templo, nos dejó en herencia la responsabilidad de tratar con las Musas. Hubiera sido más conveniente erigir un templo a la madre, pero continuamos cuidando el hogar para que habiten sus hijas que hace siglos se independizaron. Para que se entienda, y disculpen aquellos ortodoxos que puedan sentirse ofendidos, continuar apelando al templo de las musas es como pretender que las religiones y la fe se dicten por normas escritas en «libros» hace miles de años.e identidad han ido ponntran congelados en la revoluci

Siglos más tarde, la sociedad occidental realizó una relectura de la institución que se hacía hueco; eso sí, la casa de las musas había quedado prácticamente bajo el mando de Clío y el gusto estético de una minoría.

El museo, nuestro museo contemporáneo, es heredero directo de la resaca de los movimientos revolucionarios de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Si nos fijamos esa nuestra concepción del museo, fuera de tintes legendarios, se hace desde una visión global con referencia a una época histórica (la época preindustrial), a una parte del mundo (Europa) y a un sistema social y cultural (Burguesía) que ya han desaparecido o evolucionado (Varine-Bohan, 1969: 49). En cierta medida, el colonialismo cultural ha hecho que una gran parte de países no hayan podido construir históricamente sus espacios de conservación y protección de la memoria.

En una cultura occidental como la del que suscribe está claro que no podemos rechazar los sucesivos colonialismos y procesos de aculturación social, cultural, política y económica sufridos, y compartidos, durante miles de años. Podemos si se quiere cuestionarlos, replantearlos o deconstruirlos, si se prefiere, pero no negarlos, ni tampoco debemos hacerlo. Lo que nos lleva a preguntarnos, ¿qué ocurre en aquellos territorios en los que esos procesos han sido recientes? Es decir, en aquellos lugares en que su historia reciente no tiene más de sesenta años y su existencia para la mínima parte del mundo que domina a la otra gran parte del mundo no llega, en algunos, casos a ciento cincuenta años. Pues que recientemente han ido surgiendo voces que reclaman su momento de decidir, de acertar o de equivocarse. Así, encontramos desde los «puntos de memoria» en Brasil hasta los «bancos culturales» en Mali. Espacios que para un occidental como yo siguen siendo museos pero con otro nombre, pero todos poseen algo que hacen que sean distintos, sean pertinentes. Para explicarlo utilizando otro símil, vulgar. La palabra terruño para un castellano contemporáneo o no significa nada o es una forma col de referirse a un paraje que contiene alguna vivencia antropológica para él o para los habitantes de dicho lugar, pero para un francés, independientemente de su clases social, su nivel económica o su lugar de residencia, terruño es la vinculación de pertenencia a una territorio. Esto es un sentimiento que responde a vinculaciones administrativas sino vivenciales.

El problema de los museos sigue siendo el mismo. Y sabemos cual es, pero parece que no queremos hacerle frente. «(...) serait-il plus légitime de qualifier le musée d'uchronie plutôt que de mythologie (...). Il semble toutefois que le terme d'uchronie puisse, comme celui d'utopie, revêtir une signification plus radicale et designer non pas une histoire fictive mais la négation de toute histoire. Si l'utopie est une histoire sans lieu, par effet de symétrie on peut dire que l'uchronie est un lieu hors du temps, certes bien réel mais totalement privé d'histoire. (Deloche, 2010: 11-12)».

El museo es un espacio desnaturalizado, ficticio, que se encuentra embaucado por un sistema de símbolos y que se balancean entre lo universal y la identidad local.

Continuamos poniendo parches. Mejoramos las instalaciones o las aumentamos. Las dejamos limpias, arquitectónicamente hablando. Despejamos las salas de «objetos» para llenarlas de artefactos comunicacionales. Juagamos con los sentidos buscando el sentido utópico del visitante. Nos esforzamos por hacer ver que lo que conservamos cuando debería ser, socialmente, evidente y atocinamos más el escaso ojo entrenado del usuario, completamente contaminado por una realidad mediática que vive pero no comprende. Aunque crea que interactúa con ella, en realidad es una marioneta que se deja llevar por un sistema neocapitalista ilustrado de todo para el pueblo pero sin el pueblo.

Aparte de los «parches», estas reflexiones nos llevan a otro de las ideas que han aparecido al principio de estas líneas, la utopía. Para hablar del museo de hoy en día hay que hablar de utopías, o complejos utópicos. La utopía del desarrollo turístico y del desarrollo económico, como si el museo pudiese ser la gallina de los huevos de oro. La utopía del espejo de la memoria de la sociedad, como si toda la Cultura de una comunidad pudiera estar en el museo y toda la Comunidad estuviera interrelacionada al cien por cien con ella, o estuviera «de acuerdo» con la que se ha conservado y musealizado. Y la utopía de la cohesión social, como si las sociedades o comunidades fuesen bloques compactos, pasivos y unitarios.

Tratamos al museo como una entelequia física, otra contradicción utópica por otro lado. El museo no es alguien sino algo (Díaz Balerdi, 1994). No podemos renovar las instituciones museísticas sin «una auténtica revolución de su sentido primigenio» (Castillejo, 1996: 15). Y si, al menos, no queremos hacer esa revolución no inventemos que los problemas de los museos están en una falta de replanteamiento museográfico o en una crisis sistémica de la función del museo en la social. Todo esto ya está superado.

Hablemos claro, los problemas solo existen si existen soluciones. El museo, bueno el museo no, los profesionales, deben empezar por plantear las necesidades de las sociedades para proyectar un verdadero cambio en los museos. Valga repetir que continuamos replanteando el museo actual desde planteamientos legendarios.

He de confesar que parte de esta parrafada cargada de preguntas sin respuestas y planteamientos destructivos viene, en gran medida, de una noticia aparecida hace unos días en donde el nuevo director del Museo del Louvre afirmaba que se iba a realizar una inversión de 53 millones de euros para «humanizar» sus instalaciones.

¿De verdad el ser humano puedo crear algo que no posea algo de humanidad? Si algo es el museo, cualquier museo, museos estrella, museos grandes, museos pequeños, nacionales o locales; es que son humanos. Son el mejor reflejo de la sociedad. Como las bibliotecas, los centros educativos –o los sistemas educativos–, las políticas culturales en general, son un termómetro de la salud de una sociedad determinada, donde lo importante no es el momento presente sino lo que están generando para el futuro.


El museo continúa siendo un productor del conocimiento en el que se mezclan el simulacro, el espectáculo, los conflictos de «poder», y todo ello bajo la mirada cívica de un centro para la cultura ciudadana que no deja de mutar al mismo tiempo que arrastra la losa acumulativa del pasado.


Óscar Navajas Corral
Phd. Museología

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