Una visita al museo puede ser algo espectacular, un reencuentro con el conocimiento, un descubrimiento de sensaciones, una puerta a la imaginación, en definitiva, un mundo de maravillas. Pero también se puede convertir en un largo camino de baldosas que endurecen los pies hasta el agotamiento, un paseo por en medio de miles de objetos con la una satisfacción de que en algún momento se terminará.
Estas reflexiones vienen de las dos últimas experiencias en el Museo Pompidou y el Museo de Orsay de París. En sus salas las obras artísticas carecen de explicaciones concretas y/o asequibles para el público, y los mapas y folletos no dan los suficientes estímulos para que obras como la Fuente de Duchamp, el fieltro de Beuys, los monocromos de Ives Klein, el realismo de Courbet o incluso los cuadros de Van Gogh lleguen al público. Aún así estos museos se encuentran llenos de visitantes que recorren sus salas mirando obra a obra, una por una, aunque no se detengan en la mayoría más de 5 segundos.
En el Museo de Orsay las obras de Monet y de Van Gogh se llenan de una multitud de fans. A éstos artistas les siguen sus teloneros Gauguin, Degas o Pissarro. Sus salas se encuentran claramente diferenciadas del resto de las del museo y debidamente señalizada, son las “estrellas” del museo. Seguramente el 90% de los visitantes visiten este museo, y muchos como este, por ver a estas estrellas dejando de la lado otras obras que no han sido tan bien señalizadas en sus recorridos prioritarios. Algo que ocurre en este mismo museo donde obras tan emblemáticas de Manet se encuentran con las retinas de pocos curiosos, o las salas del simbolismo y los prerrafaelitas quedan completamente descontextualizadas para los visitantes.
Si esto es así, como parece que lo demuestra una visita empírica, los museos son cada vez más inútiles en su función social y educativa. El turista entra en los museos pero sale de ellos con muy poco. Pocos turistas cogen audioguías, algunas incomprensibles por su lenguaje técnico; pocos se leen los folletos o se paran en los paneles explicativos, cuando existen. A esto se suma el tiempo que se necesita para ver los museos al completo. Entre una hora para aquellos que no se detienen casi ni en las obras “esenciales”, hasta las tres horas para los más detallistas. Un tiempo que se convierte en oro cuando el turista posee poco más de tres días para recorrer todos los recovecos turísticos de una ciudad y el cansancio se acumula a cada paso.
Al final estos museos (de estrellas) se convierten en inmensos almacenes de cosas del pasado por el que circulan millones de personas, las cuales salen casi igual que han entrado, excepto por la bolsas de la tienda de regalos que portan en sus manos o mochilas. El museo se convierten en una institución lucrativa aunque vacía de contenido relevante para el visitante. ¿quién tiene la culpa? El museo pone los objetos, la accesibilidad y los materiales de difusión. Y el público pone el tiempo y el interés ¿Es el turista que debe esforzarse por acudir al museo más informado, más especializado en sus conocimientos para poder elegir, comparar y reflexionar sobre lo que ve en un tiempo prudencial? ¿o es el museo el que debe tender a la una difusión de sus colecciones más accesible al público general y equitativa en la elección de lo que el turista debe ver alejándose del consumo cultural de moda en el que muchos parecen inmersos? El museo sigue en crisis, no económica ni de afluencia, sino de razón de ser como institución social.
Por
Óscar Navajas Corral
Prof. Nebrija Universidad

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