«(…) a comienzos del siglo XXI el
museo no solo sigue en pie sino que despierta más expectativas y debates que
nunca» (María Dolores Jiménez-Blanco,
2014).
Really, the man can create something that does not have some humanity? If something is the museum is that they are human.
Los museos. Cajón de sastre del pasado,
almacén de utopías –o de complejos– de la sociedad. Museos. En crisis desde que
surgieron como entidades de Todos hace poco más de doscientos años. Museos en
una continua crisis de identidad. A los que únicamente se han ido poniendo
«parches» con los que ir sobreviviendo, pero que en el fondo continúan
enredados en una especie de cabellos envenenados de un ser ctónico como Medusa
(Castillejo, 1996: 13).
Uno de los parches más recurrentes para enmascarar
este bucle negativo, es que Sísifo –o cualquiera, profesional o no, que se
encuentre entre sus telarañas– los haga más accesible al público o intente
modificar su misión decimonónica: de continente conservador a centro cultural; cuando
el debate real no se encuentra en la presentación de su contenido sino en sus
orígenes. Aún no lo hemos destronado de su infancia, de la Revolución Francesa,
y tampoco lo hemos desligado de su pasado «mitológico», del Mouseion.
Y no se trata de eliminar su ilustre pasado, tanto
el más lejano como el presente, sino de no ser un esclavo del mismo. ¿Por qué
continuamos acudiendo a las Musas y nos olvidamos de su madre, Mnemosine? ¿Por
qué continuamos refugiándonos en el espíritu revolucionario, patrimonializante
y democratizante de un suceso puntual, importante y clave sí, pero puntual, y
no acudimos a la «libertad» de decidir cómo queremos denominar a aquellos
lugares –si es que hubiera que tenerlos– en los que reconocernos por medio de
lo que hemos depositado en ellos?.
De las nueve
noches que se unieron Zeus y Mnemosine surgieron nueve hijas: Clío, musa de la
Historia, la gloriosa; Euterpe, musa de la Música, la deliciosa; Talía, musa de
las Comedias, la floreciente; Melpómene, musa de la tragedia, la celebrada en
cantos; Terpsícore, musa de la Danza y los coros, la deliciosa danzante; Érato,
musa de la Poesía Amorosa, la adorable; Polimnia, musa de la Poesía Lírica y de
los cantos, la cantora de himnos; Urania, musa de la Astronomía, la celeste; y
Calíope, musa de la Poesía Épica y la Elocuencia, la de la bella voz.
Nueve diosas, para
nueve «dones». La creación de un templo para estas deidades da la sensación de que
la propia Mnemosine tuvo un acto de responsabilidad creando un lugar para sus
dones. Lo que no tenemos claro es si lo creo para que compartieran esos
«habilidades» o para que estuvieran sueltas por el mundo. La Musas, en realidad, han limitado el
coleccionismo pretérito del ser humano a una valoración medida por la belleza y
el gusto, siempre por una minoría y en una época determinada. Solo debemos
recordar la palabra de Hesíodo en su Teogonía. Cuando Hesídodo apacentaba los
corderos se le aparecieron las Musas y le enseñaron este canto: «Pastores
rústicos, aprobiosos seres, sólo estómagos, sabemos decir muchas mentiras
semejantes a verdades, pero sabemos, cuando lo deseamos, cantar verdades»
(Hesíodo, Teogonía, verso 25). Quien honraba a las Musas, ellas le otorgan la
capacidad de las palabras fluidas y rectas sentencias interpretadas de las
leyes divinas, hablando de modo firme, resolviendo con rapidez y sabiduría.
Esto es una de los factores que hacía que en los cantos los reyes fuesen
sensatos y resolvieran con diligencia las disputas de las gentes en el ágora.
Sea como fuere Mnemosine
no nos lego el recinto, el templo, nos dejó en herencia la responsabilidad de
tratar con las Musas. Hubiera sido más conveniente erigir un templo a la madre,
pero continuamos cuidando el hogar para que habiten sus hijas que hace siglos
se independizaron. Para que se
entienda, y disculpen aquellos ortodoxos que puedan sentirse ofendidos,
continuar apelando al templo de las musas es como pretender que las religiones
y la fe se dicten por normas escritas en «libros» hace miles de años.
Siglos más tarde, la sociedad occidental realizó
una relectura de la institución que se hacía hueco; eso sí, la casa de las
musas había quedado prácticamente bajo el mando de Clío y el gusto estético de
una minoría.
El museo, nuestro museo contemporáneo, es
heredero directo de la resaca de los movimientos revolucionarios de finales del
siglo XVIII y principios del XIX. Si nos fijamos esa nuestra concepción del museo,
fuera de tintes legendarios, se hace desde una visión
global con referencia a una época histórica (la época preindustrial), a una
parte del mundo (Europa) y a un sistema social y cultural (Burguesía) que ya han
desaparecido o evolucionado (Varine-Bohan, 1969: 49). En cierta medida, el
colonialismo cultural ha hecho que una gran parte de países no hayan podido
construir históricamente sus espacios de conservación y protección de la
memoria.
En una
cultura occidental como la del que suscribe está claro que no podemos rechazar
los sucesivos colonialismos y procesos de aculturación social, cultural,
política y económica sufridos, y compartidos, durante miles de años. Podemos si
se quiere cuestionarlos, replantearlos o deconstruirlos, si se prefiere, pero
no negarlos, ni tampoco debemos hacerlo. Lo que nos lleva a preguntarnos, ¿qué
ocurre en aquellos territorios en los que esos procesos han sido recientes? Es
decir, en aquellos lugares en que su historia reciente no tiene más de sesenta
años y su existencia para la mínima parte del mundo que domina a la otra gran
parte del mundo no llega, en algunos, casos a ciento cincuenta años. Pues que
recientemente han ido surgiendo voces que reclaman su momento de decidir, de
acertar o de equivocarse. Así, encontramos desde los «puntos de memoria» en
Brasil hasta los «bancos culturales» en Mali. Espacios que para un occidental
como yo siguen siendo museos pero con otro nombre, pero todos poseen algo que
hacen que sean distintos, sean pertinentes. Para explicarlo utilizando otro
símil, vulgar. La palabra terruño para un castellano contemporáneo o no
significa nada o es una forma col de
referirse a un paraje que contiene alguna vivencia antropológica para él o para
los habitantes de dicho lugar, pero para un francés, independientemente de su
clases social, su nivel económica o su lugar de residencia, terruño es la
vinculación de pertenencia a una territorio. Esto es un sentimiento que
responde a vinculaciones administrativas sino vivenciales.
El problema de los museos sigue siendo el
mismo. Y sabemos cual es, pero parece que no queremos hacerle frente. «(...)
serait-il plus légitime de qualifier le musée d'uchronie plutôt que de
mythologie (...). Il semble toutefois que le terme d'uchronie puisse, comme
celui d'utopie, revêtir une signification plus radicale et designer non pas une
histoire fictive mais la négation de toute histoire. Si l'utopie est une
histoire sans lieu, par effet de symétrie on peut dire que l'uchronie est un
lieu hors du temps, certes bien réel mais totalement privé d'histoire.
(Deloche, 2010: 11-12)».
El museo es un espacio desnaturalizado,
ficticio, que se encuentra embaucado por un sistema de símbolos y que se
balancean entre lo universal y la identidad local.
Continuamos poniendo parches. Mejoramos las
instalaciones o las aumentamos. Las dejamos limpias, arquitectónicamente
hablando. Despejamos las salas de «objetos» para llenarlas de artefactos
comunicacionales. Juagamos con los sentidos buscando el sentido utópico del
visitante. Nos esforzamos por hacer ver que lo que conservamos cuando debería
ser, socialmente, evidente y atocinamos más el escaso ojo entrenado del
usuario, completamente contaminado por una realidad mediática que vive pero no
comprende. Aunque crea que interactúa con ella, en realidad es una marioneta
que se deja llevar por un sistema neocapitalista ilustrado de todo para el
pueblo pero sin el pueblo.
Aparte de los «parches», estas reflexiones
nos llevan a otro de las ideas que han aparecido al principio de estas líneas,
la utopía. Para hablar del museo de hoy en día hay que hablar de utopías, o
complejos utópicos. La utopía del desarrollo turístico y del desarrollo
económico, como si el museo pudiese ser la gallina de los huevos de oro. La
utopía del espejo de la memoria de la sociedad, como si toda la Cultura de una
comunidad pudiera estar en el museo y toda la Comunidad estuviera
interrelacionada al cien por cien con ella, o estuviera «de acuerdo» con la que
se ha conservado y musealizado. Y la utopía de la cohesión social, como si las
sociedades o comunidades fuesen bloques compactos, pasivos y unitarios.
Tratamos al museo como una entelequia física,
otra contradicción utópica por otro lado. El museo no es alguien sino algo
(Díaz Balerdi, 1994). No podemos renovar las instituciones museísticas sin «una
auténtica revolución de su sentido primigenio» (Castillejo, 1996: 15). Y si, al
menos, no queremos hacer esa revolución no inventemos que los problemas de los
museos están en una falta de replanteamiento museográfico o en una crisis
sistémica de la función del museo en la social. Todo esto ya está superado.
Hablemos claro, los problemas solo existen si
existen soluciones. El museo, bueno el museo no, los profesionales, deben
empezar por plantear las necesidades de las sociedades para proyectar un
verdadero cambio en los museos. Valga repetir que continuamos replanteando el
museo actual desde planteamientos legendarios.
He de confesar que parte de esta parrafada
cargada de preguntas sin respuestas y planteamientos destructivos viene, en
gran medida, de una noticia aparecida hace unos días en donde el nuevo director
del Museo del Louvre afirmaba que se iba a realizar una inversión de 53
millones de euros para «humanizar» sus instalaciones.
¿De verdad el ser humano puedo crear algo que
no posea algo de humanidad? Si algo es el museo, cualquier museo, museos
estrella, museos grandes, museos pequeños, nacionales o locales; es que son
humanos. Son el mejor reflejo de la sociedad. Como las bibliotecas, los centros
educativos –o los sistemas educativos–, las políticas culturales en general,
son un termómetro de la salud de una sociedad determinada, donde lo importante
no es el momento presente sino lo que están generando para el futuro.
El museo continúa siendo un productor del
conocimiento en el que se mezclan el simulacro, el espectáculo, los conflictos
de «poder», y todo ello bajo la mirada cívica de un centro para la cultura
ciudadana que no deja de mutar al mismo tiempo que arrastra la losa acumulativa
del pasado.
Óscar Navajas Corral
Phd. Museología